lunes, noviembre 23, 2015

Winter / Vivaldi / Mari Silje Samuelsen

INVICTUS

Más allá de la noche que me cubre,
negra como el abismo insondable,
doy gracias a cuales dioses fuere
por mi alma inconquistable.
En la cruel garra de la circunstancia
no he gemido ni llorado.
Sometido a los golpes del azar
mi cabeza sangra, pero está erguida.
Más allá de este lugar de ira y llantos
yace sino el horror de la sombra,
Y aún la amenaza de los años
me halla y me hallará sin temor.
No importa cuán estrecha sea la puerta,
cuán cargada de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino,
soy el capitán de mi alma.
William Ernest Henley

viernes, noviembre 06, 2015

El príncipe Yuri Liubovedsky - ​Encuentros con Hombres Notables / G.I. Gurdjieff

«Durante mi viaje a Ceilán, y en los dieciocho meses que siguie­ron, esta fatiga interior se transformó poco a poco en un triste desco­razonamiento que dejó en mí un gran vacío y me apartó de todos los intereses que me ataban a la vida.
»Cuando llegué a Ceilán, conocí al célebre monje budista A... Hablábamos a menudo, con gran sinceridad, y como consecuencia organicé con él una expedición para remontar el curso del Indo según un programa minuciosamente establecido y un itinerario estudiado hasta en sus menores detalles, con la esperanza de resolver al fin los problemas que a ambos nos preocupaban.
»Esta tentativa era para mí la última paja a la que aún me aferraba. Y cuando vi que ese viaje era una vez más la persecución de un espejismo, todo murió para siempre en mí, y ya no quise emprender más nada.
»Después de esta expedición regresé por casualidad a Kabul, donde me abandoné sin reserva a la despreocupación oriental, vivien­do sin objetivo, sin interés, contentándome, por hábito automático, con visitar a viejos conocidos o conocer a algunas personas nuevas.
»Iba a menudo a casa de mi viejo amigo el Aga Khan.
»Las recepciones en casa de un hombre tan rico en aventuras daban un poco de sabor picante a la vida fastidiosa de Kabul.
»Un día, al llegar a su casa, divisé entre los invitados a un viejo tamil, sentado en el sitio de honor, con vestidos que en nada concor­daban con la casa del Aga Khan.
«Después de desearme la bienvenida, el Khan, al ver mi perpleji­dad, me susurró muy rápidamente que ese hombre respetable era uno de sus viejos amigos, por quien sentía grandes obligaciones y que una vez hasta le había salvado la vida. Me dijo que el anciano vivía en algún lugar del norte pero que a veces venía a Kabul, fuera para ver a sus familiares, fuera por cualquier otro asunto, y cada vez le hacía una visi­ta de paso, lo cual era siempre para él una alegría indescriptible, por­que jamás había encontrado un hombre de una bondad semejante. Me aconsejó que hablara con él, añadiendo que, en tal caso, debía hablar en voz muy alta porque era duro de oído.
»La conversación, interrumpida un momento por mi llegada, pro­siguió.
«Hablaban de caballos,- el anciano participaba en la discusión. Era claro que sabía de caballos, y otrora había sido gran aficionado.
»Luego pasamos a la política. Hablamos de los países vecinos, de Rusia, de Inglaterra; y cuando se nombró a Rusia, el Aga Khan, desig­nándome, dijo con tono jovial:
»¡Por favor!, no hablen mal de Rusia. Podrían ofender a nuestro huésped ruso...
»Lo había dicho en broma, pero el deseo del Khan de prevenir un ataque más o menos inevitable contra los rusos era evidente. En aque­lla época, reinaba un odio general contra los rusos y los ingleses.
»Luego la conversación decayó, y nos pusimos a hablar en peque­ños grupos separados.
«Charlaba con el anciano, que se me hacía cada vez más simpáti­co. Hablando conmigo en el idioma local, me preguntó de dónde venía y si me encontraba en Kabul desde hacía mucho tiempo.
»De repente, se puso a hablar en ruso, con fuerte acento, pero muy correctamente; me explicó que había estado en Rusia, en Moscú y San Petersburgo, y que había vivido mucho tiempo en Bujara, donde frecuentó a numerosos rusos. Así aprendió el idioma. Añadió que se sentía muy contento de tener la ocasión de hablar ruso, porque por falta de práctica lo estaba olvidando por completo.
»Un poco más tarde me dijo que si me era agradable hablar en mi idioma natal, podríamos salir juntos; que quizá yo quisiera hacerle a él, un anciano, el honor de sentamos juntos en un chaijané donde podría­mos conversar.
»Me explicó que desde la infancia tenía la costumbre y la debili­dad de ir a cafés o chaijanés y que ahora, cuando se encontraba en la ciudad, no podía negarse el placer de ir allí en sus momentos libres, porque —me dijo—, a pesar del tumulto y del alboroto, en ninguna otra parte se piensa mejor. Y—añadió— tal vez sea precisamente a causa de ese tumulto y de ese alboroto que se piensa tan bien.
»Con el mayor placer consentí en acompañarlo. Claro está, no para hablar en ruso, sino por una razón que no podía explicarme.
«Aunque yo ya era viejo, sentía por ese hombre lo que un nieto hubiera sentido por un abuelo bien amado.
»Pronto los invitados se dispersaron. El anciano y yo partimos también, hablando en el camino de mil y una cosas.
«Llegados al café nos sentamos en un rincón de una terraza abier­ta, donde nos sirvieron té verde de Bujara. Por la atención y el cuida­do que mostraban al anciano en el chaijané, se veía cuán conocido y estimado era.
»E1 anciano se puso a hablar de los tadyiks, pero después de la pri­mera taza de té se interrumpió y dijo: «No hablamos sino de cosas fútiles.
Y no se trata de eso». Y después de mirarme fijamente, desvió los ojos y calló.
»E1 hecho de haber interrumpido así nuestra conversación, las últimas palabras que había pronunciado y la mirada penetrante que me había lanzado, todo eso me parecía extraño. Me decía: ¡Pobre! Tal vez su pensamiento ya esté debilitado por la edad y chochea. Y me sentía con­movido de piedad por ese simpático anciano.
»Ese sentimiento de piedad recayó poco a poco sobre mí mismo. Pensaba que muy pronto chochearía yo también, que no estaba muy lejano el día en que ya no podría dirigir mis pensamientos y así suce­sivamente.
»Estaba tan perdido en el penoso torbellino de estas reflexiones que hasta me había olvidado del anciano.
»De repente oí de nuevo su voz. Las palabras que decía disiparon al instante mis tristes pensamientos y me obligaron a salir de mi esta­do. Mi piedad dejó lugar a un estupor como jamás lo había sentido:
¡Así es! ¡Gogó, Gogó! Durante cuarenta y cinco años te esforzaste, te atormentaste, trabajaste sin descanso, y ni una sola vez pudiste deci­dirte a trabajar en tal forma que, aunque fuera por algunos meses, el deseo de tu cerebro se convirtiera en deseo de tu corazón. ¡Si hubieses podido lograr tal cosa, no pasarías tu vejez en una soledad como en la que te encuentras en este momento!
»Ese nombre de Gogó que pronunció al principio me hizo estre­mecer de sorpresa.
»¿Cómo ese hindú, que me veía por primera vez, aquí, en Asia Central, podía conocer ese sobrenombre que sólo mi madre y mi nodriza me daban en mi infancia, sesenta años atrás, y que nadie desde entonces había repetido jamás?
«¿Puedes imaginar mi sorpresa?
«Recordé al punto que después de la muerte de mi esposa, cuan­do aún era muy joven, un viejo había venido a verme a Moscú.
»Me pregunté si no era el mismo misterioso anciano.
»Pero no —ante todo, el otro era de elevada estatura y no se pare­cía a éste. Además, no debía de estar vivo desde hacía mucho tiempo; hacía cuarenta y un años que aquello había ocurrido y en esa época ya era muy viejo.
»No podía hallar explicación alguna al hecho de que, eviden­temente, ese hombre no sólo me conocía sino que no ignoraba nada de mi estado interior, del cual sólo yo tenía conciencia.
«Mientras todos estos pensamientos se sucedían en mi mente, el anciano se había abismado en profundas reflexiones y se estremeció cuando al concentrar al fin mis fuerzas, exclamé:
¿Quién es pues usted para conocerme tan bien? ¿Qué puede importarte en este momento quién soy, y lo que soy? ¿Es posible que aún viva en ti esa curiosidad a la que debes no haber sacado fruto alguno de los esfuerzos de toda tu vida? ¿Es posible que sea todavía tan fuerte como para que, aun en este minuto, no puedas dedicarte con todo tu ser al análisis de este hecho —el conocimiento que tengo de ti— sólo con el objeto de que te explique quién soy y cómo te reconocí?
»Los reproches del anciano me tocaban en lo más sensible.
Sí, padre, tienes razón -dije—. ¿Qué puede importarme lo que pasa fuera de mí, y cómo pasa? He asistido a muchos milagros, pero ¿de qué me sirvió todo eso?
Sólo sé que todo está vacío en mí en este momento, y que este vacío podría no existir si no estuviera en poder de ese enemigo interior, como has dicho, y si hubiera consagrado mi tiempo, no a satisfacer la curio­sidad de todo cuanto ocurre fuera de mí, sino en luchar contra ella. Sí... ¡Ahora es demasiado tarde! Todo cuanto ocurre fuera de mí debe serme hoy indiferente. No quiero saber nada de lo que te pregunté, y no quiero importunarte más.
Te ruego sinceramente que me perdones por la pena que te causé en estos pocos minutos.
«Después, permanecimos mucho tiempo sentados, absorto cada uno en sus pensamientos.
«Finalmente, rompió el silencio:
Quizá no sea demasiado tarde. Si sientes con todo tu ser que en ti todo está realmente vacío, te aconsejo que, una vez más, hagas un intento. Si sientes muy vivamente, y te das cuenta sin la menor duda de que todo aquello por lo que te esforzaste hasta ahora no es sino un espejis­mo, y si aceptas una condición, trataré de ayudarte. Esa condición consiste en morir conscientemente a la vida que has lle­vado hasta ahora, es decir, romper de una vez por todas con los hábi­tos automáticamente establecidos de tu vida exterior, para ir al lugar que te indicaré.
»A decir verdad ¿qué me quedaba por romper? Eso ni siquiera era una condición para mí, ya que aparte de las relaciones que tenía con algunas personas, no existía para mí ningún otro interés.
»En cuanto a esas mismas relaciones, me había visto obligado, por varias razones, a no pensar más en ellas.
»Le declaré que estaba dispuesto a partir en ese mismo instante a donde fuera necesario.
»Se levantó, me dijo que liquidara todos mis asuntos, y, sin aña­dir palabra, desapareció en la muchedumbre.
»A1 día siguiente lo arreglé todo, di ciertas órdenes, escribí algu­nas cartas de negocios a mi patria y esperé.
»Tres días después, un joven tadyik vino a mi casa, y me dijo bre­vemente:
Me escogieron para servirle de guía. El viaje durará un mes. He pre­parado esto, esto y aquello.
Le ruego me diga qué me falta preparar, cuándo quiere usted que reúna la caravana y en qué lugar.
»No necesitaba nada más, ya que todo había sido previsto para el viaje, y le contesté que estaba listo para ponerme en marcha a partir de la mañana siguiente; en cuanto al lugar de partida, le pedí que lo desig­nara él mismo.
«Entonces me dijo, siempre lacónico, que estaría al día siguiente a las 6 de la mañana en el parador de caravanas dálmata, situado a la salida de la ciudad, en la dirección de Uzun-Kerpi.
»A1 día siguiente nos pusimos en marcha con una caravana que me trajo aquí dos semanas más tarde —y lo que encontré aquí, tú mismo lo verás. Mientras tanto, cuéntame más bien lo que sabes de nuestros amigos comunes.»
Viendo que este relato había fatigado a mi viejo amigo, le propu­se posponer para más tarde nuestra conversación y le dije que le con­taría todo con el mayor placer, pero que por ahora debía descansar, para curarse más pronto.

Encuentros con Hombres Notables / G.I. Gurdjieff

jueves, agosto 20, 2015

"Al final de la vida me preguntarán: ¿has amado?...
Y yo no diré nada.
Mostraré las manos vacías
y el corazón lleno de nombres".
 (Pedro Casaldáliga).

jueves, agosto 13, 2015

Vasudeva.

"¿Lo oyes?", le preguntó nuevamente la mirada de Vasudeva.
Su sonrisa era clara; todas las arrugas de su vetusto rostro brillaban, como cuando el Om flota sobre todas las voces del río. Su sonrisa era diáfana cuando se dirigía al amigo; y ahora también el rostro de Siddharta brillaba con la misma clase de sonrisa. Su herida florecía, su sufrimiento se iluminaba, su yo había entrado en la unidad.
En aquel momento, Siddharta dejó de luchar contra el destino, terminó de sufrir. En su cara se dibujaba la serenidad que da la sabiduría, a la que ya no se opone ninguna voluntad, la que conoce toda la perfección, la que está de acuerdo con el río de los sucesos, con la corriente de la vida, lleno de igualdad de sentimientos, entregado a la corriente, perteneciente a la unidad.
Cuando Vasudeva se levantó de su asiento junto a la orilla, miró a los ojos de Siddharta y observó en el ellos el brillo y la serenidad de la sabiduría; nuevamente le tocó el hombro con la mano, con cariño y cuidado, y declaró:
-He estado esperando este momento, amigo. Ahora que ha llegado, por fin, deja que me marche. Durante mucho tiempo he aguardado; ya he sido demasiado tiempo el barquero Vasudeva. ¡Adiós, río! ¡Adiós, choza! ¡Adiós, Siddharta!
Siddharta se inclinó profundamente ante Vasudeva.
-Lo sabía -manifestó en voz baja-. ¿Te irás a los bosques?
- Me voy a los bosques, hacia la unidad- contestó Vasudeva, y su rostro resplandecía.
Se alejó con rostro refulgente; Siddharta le siguió con la mirada llena de profunda alegría, de honda serenidad; contempló su caminar lleno de paz, observó su cabeza rodeada de resplandor, vio su cuerpo rebosante de luz... 


Siddharta / Hermann Hesse. 

David Fray Largo & Presto from Bach's Concerto No 5 in F Minor BWV 1056)